De vacaciones, los esposos, visitaron una pequeña playa a la que pocas personas van, pues no es muy interesante, de hecho, es tan pequeña y pedregosa que el único atractivo es un puesto que vende pescados y crustáceos.
Él no iba por esa razón, prefería
conocer la pequeña zona, que comprar alimentos marinos. Ella simplemente lo
seguía, complaciendo los deseos de conocer la naturaleza, aunque no fuera un interesante
sitio turístico.
Era una tarde muy lluviosa y no
estaba el vendedor ambulante. Recorrieron unas cuantas casas aisladas que
fungían como el pueblo rural, casi nadie estaba afuera, ni siquiera el ganado
típico de la región.
Se estacionaron a escasos metros
de la costa. Caminaron bajo la lluvia que les exigía correr para mojarse
gravemente. Él seguía firme en su decisión de conocer la playa. Al final se metieron
al mar, para no enfermarse con el viento helado que acompañaba el clima, aunque
estuviera lleno de rocas y percebes.
Estuvieron disfrutando bastante
tiempo. El oleaje no era muy grande, por lo que podían estar sentados en las
piedras dejando pasar las olas sobre sus torsos, sin necesidad de moverse ni
evadir animales o conchas punzocortantes.
Platicaban alegremente sobre lo
divertidas que habían sido sus vacaciones y de lo inusual que era aquella
playa, seguro que era más peligrosa a una mayor profundidad. Se trataba de un
desfogue natural muy angosto incrustado en lo que alguna vez fue una caverna,
pero que el tiempo se encargó de derrumbar. El techo ahora descansaba sobre la
arena, sitio en el que estaba apoyada la pareja.
No se dieron cuenta del momento
en que dejó de llover ni de que comenzaba a oscurecer. Hasta que ella le dijo,
un poco preocupada, que ya era mejor regresar para no pasar frío al salir del
agua.
Cuando se retiraban vieron que
estaba el puesto en la playa, aquel que habían visto en mapas de internet.
Se acercaron escurriendo y
evadiendo algunas rocas afiladas, cuando vieron que lo que vendían no eran
pescados, sino una serie de piedras y otros artículos similares con un brillo
espectacular. Movidos por la curiosidad del esposo se introdujeron en el
puesto.
El par de vendedores que le daban
la espalda al mar, seguían acomodando objetos en la mesa de madera. Algunas de
las exhibiciones comenzaron a moverse, eran parecidas a cangrejos ermitaños,
pero de unos colores muy vividos y hermosos.
Uno de ellos cayó de la mesa y se
escondió al instante, quedando junto a la pata del mostrador. Los vendedores
parecieron no inmutarse en lo más mínimo, seguían sacando criaturas y
acomodándolas.
Él la tomó con cuidado y la dejó
en la mesa.
—No se preocupe joven, no hay
problema si se escapa —dijo uno de los vendedores. No tenía acento de la costa
ni hablaba como lo haría alguien que vive en un ambiente rural.
—¿No los venden? —replicó el
esposo.
—No. Los tenemos en exhibición
para que los locales puedan reconocer e identificar las especies con más facilidad.
—¿Todos están vivos? —la esposa estaba indecisa e intervino.
—No todos. Los hemos rescatado de
otros sitios en donde el ambiente está contaminado y los vamos introduciendo a
esta playa para que puedan estar entre las rocas y acabar con tanto percebe que
daña el ecosistema —habló el otro expositor.
—¿Ese es un pulpo? —Él señalaba
una especie de masa viscosa de un color entre azul y morado.
—Así es. A veces también se
vienen algunas especies que no deberían de estar aquí, pero que, al huir de su
sitio usual, llegan hasta donde están estos crustáceos y mueren al poco tiempo.
—¿Por qué los acomodan en la
mesa?
—Digamos que es como un museo,
aquí colocamos a los que son más exóticos para el ecosistema. Si llegan a
migrar hasta aquí, los pobladores sabrán de ellas y evitarán acometer por
ignorancia a lo desconocido.
Ella tomó una piedra, la
inspeccionó buscando al cangrejo, pero no encontró nada.
—¿Por qué tienen rocas?
—Esas tienen nutrientes para los
crustáceos y algunos moluscos. De ahí adquieren sus colores tan extravagantes.
—Y era cierto, todo lo que ahí se exponía relucía de una gracia poco común. Había
rojo, amarillo, azul, naranja, morado y verde también, pero todo se veía con
mucha brillantez y nitidez, como si de piedras preciosas se tratara.
—Las traemos también porque se
vienen con lo demás al momento de recoger los especímenes, lo usamos como
decoración para que los locales vengan —completó el compañero.
La lluvia comenzaba a regresar,
eso hizo que varios de los animales se energizarán y se movieran.
—Los solemos encontrar en
pequeños islotes, cuando llueve se alborotan buscando comida, confundiendo el
agua que cae con la brisa de la marea alta, lo que supone la llegada de
alimentos —explicó uno de los exhibidores.
Varios de ellos cayeron y se
escondieron entre las rocas, algunos se enterraron y otros cuantos caminaron
hasta perderse en el mar que ya casi era negro.
Parecía un espectáculo de
estrellas fugaces, pero en la arena. Todos esos colores extraordinarios
moviéndose alocadamente con la lluvia en medio del ocaso.
Uno de los crustáceos más grandes
era de un tono rojizo muy intenso.
—Ese de ahí, —uno de los
expositores señaló una langosta que comenzaba a incrustarse en la arena
húmeda—, inspiró a los creadores de la película “la salsa de la novia”. Esas
criaturas se entierran esperando que suba la marea. Cuando hay un charco o un
pozo poco profundo de agua estancada, sale y la luz del sol hace que
resplandezca el cuenco entero dando la ilusión de que es un recipiente con
salsa de tomate. Al acercarse uno, ve el cuerpo semi enterrado del animal y
recuerda esas sopas rojas con trozos de carne.
El joven turista estaba cansado
de escuchar de esa película, no la había visto y se le hacía ridícula. Supuestamente
era de miedo y trataba de que cocinaban al novio y lo convertían en una salsa,
sin embargo, se interesó del motivo que dio aquel sujeto.
En medio de la lluvia que
aumentaba de intensidad, los exhibidores seguían sacando rápidamente al resto
de las criaturas que se retorcían dentro de la caja de madera.
Quería saber todavía más de esos
animales y de todo lo que de ellos derivaba, sobre todo la razón por la que
siguieran liberándolos y colocándolos en la mesa para exhibirlos si ya era casi
de noche.
Solo que ya no tenían tiempo de
seguir ahí. Se despidieron rápido, corriendo para regresar al auto.
El esposo iba pensando en lo
bello que se veía aquel espectáculo de fauna exótica, pero como era usado por
la civilización para idear películas de lo más absurdas y sumamente populares,
sin darle crédito a estos especímenes, abandonándolos a su suerte.
Afortunadamente estaban esos dos
sujetos haciendo lo posible para mantener vivo el ecosistema, sin importarles
las ganancias. No como lo habían hecho los creadores de aquel largometraje
trillado, llamado ridículamente “la salsa de la novia”.
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